Escribir es un arte. De niño me decían: “quien bien escribe bien piensa”, y me lo tomé en serio cual escena de película de terror que te marca la infancia. Escribimos mal. Hasta mis mejores y más inteligentes amigos lo hacen y me incluyo. Porque escribir mal no es solamente firmar horrores ortográficos en tus escritos sino también no usar adecuadamente esos vehículos que transportan nuestras ideas llamados palabras, que bien combinados podrían ser un desfile europeo de autos clásicos de lujo pero que -para terminar la analogía- terminan siendo no más que un muladar de carcachas desvencijadas al acribillar la belleza del idioma y degradar el nivel de comunicación con el paupérrimo uso que le damos.
Leo con frecuencia que culpamos al nivel educativo de nuestro país por nuestra falta de competitividad en todos los niveles. Es cierto, pero la educación formal, tal y como la conocemos, ocupa una parte de nuestra niñez y juventud, por ende si es que en un mediano plazo logramos alcanzar esa competitividad que tanto deseamos ¿qué pasará con aquellos que ya no pueden regresar al colegio o a la universidad pues están ocupados produciendo y trabajando y no disponen de más tiempo para la educación?. La repuesta a esta interrogante requiere de un cambio de paradigma en nuestras mentes y que me lleva a esa famosa frase de Mark Twain que dice: “nunca he dejado que mis estudios interfieran con mi educación”.
La educación no es necesariamente equivalente al nivel de instrucción, ni a la formación académica que recibimos sino a la capacidad intelectual y social que cada individuo es capaz de desarrollar en base al aprendizaje, ya sea a través de experiencias, observación, lectura, etcétera y que se evidencia, por ejemplo, en nuestra capacidad de comunicarnos de manera escrita. Todo esto, sin embargo, es la consecuencia mas no la causa del problema. La raíz del problema se inicia temprano en la vida y va desde la nula capacidad de entender lo que uno lee, pasando por la poca motivación de generar hábito de lectura y de dar facilidades para que este ocurra -diccionarios, libros didácticos y lectura en grupo- y puede llegar hasta el poco estímulo que el entorno da al aprendizaje autónomo, es decir si no me enseñan no lo aprendo.
Hoy es casi imposible decir que uno no sabe algo porque “no me lo han enseñado”. La educación dejó de ser una etapa de la vida para pasar a ser una experiencia de toda la vida. Personalmente, más que la formación académica de un individuo valoro su capacidad de adaptarse, aprender y aplicar el conocimiento que actualmente todos podemos adquirir. El mundo ha cambiado y mucho. A Jeff Bezos, fundador y CEO de Amazon, le preguntaron alguna vez qué es lo que iba a cambiar en el futuro, a lo que él respondió que prácticamente todo va a cambiar y que le era más fácil decir qué es lo que no iba a cambiar. Nuestro entorno -desde la competencia por un puesto con el compañero de trabajo o universidad hasta en las empresas que nos brindan productos y servicios- se torna cada vez más competitivo, enfermizamente competitivo, y la diferencia entre quién sobrevive y quién no, se da por la rapidez con la que nos adaptamos y aprendemos, sin embargo no es a la competencia con el otro a la que hay que tenerle miedo sino a la incompetencia de uno mismo.
Por ello la siguiente vez que tengamos que escribir, tomémonos un tiempo para revisar la calidad de nuestro escrito y en caso hallemos algún error, investiguemos, corrijámoslo y aprendamos de nuestro error pero por favor que lo último que se nos ocurra decir sea: “oiga usted, edúqueme por favor”.